Tan solo el fin del mundo
Lagarce construye una de las obras más emocionantes y enigmáticas de los últimos cincuenta años. Una obra cumbre de la literatura contemporánea, no solo francesa sino europea, que retrata como pocas la zozobra de vivir y de saber que tarde o temprano nuestras vidas, como las obras de teatro, tienen un fin.
Jean-Luc Lagarce escribe Tan solo el fin del mundo en Berlín en 1990. Poco tiempo antes había recibido la noticia de que había contraído el VIH. Por aquel entonces, este virus era no solo el causante de una enfermedad con unos índices de mortalidad muy elevados sino también un estigma que te dejaba marcado. Es imposible no relacionar este hecho fatídico con la escritura de la pieza. Podríamos decir que el elemento autoficcional está presente desde el comienzo. Louis, su protagonista, dice tener la misma edad que Lagarce, 34 años, y reconoce tener la muerte cerca, en un año exactamente. Sin embargo, no es una obra de autoficción. Ni siquiera es una obra sobre la muerte o, desde luego, no solo sobre la muerte. El elemento central es la familia. Ese ámbito que nos vertebra o por confirmación o por rechazo. Louis ha huido de esa familia durante años. Los ha abandonado. Escapa de allí para construir una vida nueva a espaldas de la familia en la que creció. Y cuando recibe la noticia de su muerte decide volver como el hijo para, dice él, comunicar su muerte.